Adoración y Liberación: Así luchan las Adoratrices contra la Trata de Personas

Adoración y Liberación: Así luchan las Adoratrices contra la Trata de Personas

El 8 de febrero se celebra la Jornada Mundial de Oración y Reflexión contra la trata de Personas. Con motivo de este día, las religiosas adoratrices ofrecen el testimonio Jazmín.

Jazmín no se llama Jazmín, es claramente un nombre falso pero designa una auténtica heroína. Una luchadora que venció el infierno de la trata y que ahora es parte activa de esa lucha contra esta esclavitud moderna.

Una historia trágica de pobreza y marginación como la de millones de mujeres en todo el mundo. El descenso a los infiernos de la desesperación, la antesala de la muerte porque no había dignidad para ella. Un día en ese infierno una mujer tan sólo le ofreció rezar por ella. Ése fue el inicio de su liberación. De la mano de la religiosas Adoratrices, presentes en 25 países, que trabajan desde hace 165 años bajo la inspiración del carisma de Santa Maria Micaela para adorar a Dios y liberar a tantas “Jazmín”.

Jazmín

“Había terminado el colegio y comenzaba un curso para conseguir trabajo como secretaria. Tenía el sueño de juntar el dinero para poder casarme con mi novio. Hacía cuatro años que estábamos juntos y queríamos formar una familia, aunque yo era muy joven, en opinión de mi madre. Pero ella se enfermó y eso trajo muchos gastos en consultas médicas. A los pocos meses su jefe le dijo que no podía seguirle pagando si no iba a trabajar. Después de eso, todo se puso peor.

Yo dejé mi curso para secretaria y empecé a cuidar unos niños de una vecina y así poder cuidar de mi madre, pero la paga apenas nos daba para la comida y todavía faltaba pagar sus tratamientos y los gastos del colegio de mi hermano más pequeño.

Una amiga me dijo que había visto en Instagram que ofrecían empleo en un hotel de una localidad que estaba apenas a hora y media de viaje de mi casa. Me comuniqué con el hotel y ofrecían vivienda, comida y un pago que duplicaba lo que ganaba cuidando niños. Estaba a una bastante cerca de mi casa, así que los fines de semana podría regresar para ayudar a mi madre y a mi hermanito.

Los primeros días en el hotel fueron muy buenos. Tenía que limpiar habitaciones y ayudar en la cocina. Se me hacía un poco extraño el movimiento del lugar, algunas personas parecían vivir ahí, pero no hablábamos, era política del hotel que los empleados no se comunicaran con los clientes.

Tras completar mi primera semana de trabajo, al llegar el viernes quise regresar a mi casa. Pedí mi paga semanal y me dijeron que no tenían suficiente recaudación y que esperara al siguiente fin de semana. Pidieron mis documentos de identificación para los trámites ante gobierno y registrarme como trabajadora, y me dijeron que los guardarían ellos porque esperaban una inspección. Yo nunca había tenido un trabajo registrado ante el gobierno así que creí que eso era normal.

Pero una noche me llamó a un cuarto uno de los dueños del hotel, lo había visto antes porque era la pareja de mi jefa. Me pidió que lo acompañara a otro hotel, que no quedaba muy lejos, porque otra empleada se había accidentado y necesitaban ayuda. Que me pagarían un poco extra por los inconvenientes, que serían una o dos semanas y regresaríamos. Me pareció una buena oportunidad de reunir más dinero para mi familia. Imaginé que hasta podría comprarle unas nuevas zapatillas a mi sobrino, que las necesitaba para el colegio.

Esa misma noche viajamos. El viaje duró algo así como dos horas. Estaba cansada del trabajo del día con lo que me dormí y no pude ver hacia dónde íbamos. Un error que repasé en mi mente los siguientes tres años. Llegamos a otro hotel, un poco más pequeño, había personas alcoholizadas en la puerta, fumando y hablando a los gritos, con unas mujeres alrededor que me llamaron la atención porque parecían prostitutas.

Me instalé y dormí, sin saber que la peor pesadilla de mi vida había comenzado. A partir de allí estuve en un largo túnel de gritos, maltratos, abusos. Debía vender mi cuerpo simplemente para poder comer. Me cobraban la comida y la cama pero mi trabajo nunca terminaba la deuda para poder reunir más dinero y regresar a mi hogar. No tenía teléfono y tampoco documentos. Sabía que mi familia y mi novio ya estarían muy preocupados por mi. Quise salir de ahí para buscar ayuda, y comprendí que no podría. Catalina, compañera de trabajo, me apoyaba como una buena amiga. Me decía que si no quería morir era mejor colaborar.

Pasaron semanas, meses y de pronto años. Estaba muy delgada, había perdido el apetito y por las noches tomaba mucho alcohol con los clientes en parte para que consumieran del bar y en parte para hacerme menos doloroso el momento posterior con ellos. No era yo. Solo un cuerpo que apenas si sobrevivía. Deseaba morir. Nunca podría volver a abrazar a mi madre y hermano. Tampoco formar una familia. Sabía que dejaría a mi novio atrás, estaba sucia para él y no se merecía estar con alguien tan gastada como yo. Conocía los riesgos de enfermedades pero de alguna manera deseaba contagiarme de alguna que pudiera matarme de una vez.

Una tarde hacía calor, todavía no se ponía el sol y los clientes demorarían en llegar. Tenía tiempo y fui con Catalina a fumar unos cigarrillos mientras oíamos música en la radio antes de bañarnos y prepararnos para la noche. Unas mujeres de mediana edad se nos acercaron, vestían ropa limpia y prolija. Claramente no estaban en su medio, no pertenecían al hotel.

Nos saludaron amablemente, pensé que buscaban alguna dirección. Extrañamente se detuvieron a conversar y se presentaron. Eran de conversación tranquila, si hasta parecían felices. Yo estaba segura que no tenían idea de lo que hacíamos allí, ellas eran unas damas y nada tenían en común con nosotras. Pero no hacían daño y no corrían riesgo con estar ahí paradas. Dijeron que eran monjas, de la iglesia. Se me hizo un nudo en la garganta recordando cuando iba a misa de pequeña con mi abuela Lola.

Me dio pena que creyeran que nos podían ayudar. Nosotras no teníamos futuro, y tampoco perdón de Dios. Habíamos convertido en el espanto y el pecado nuestras vidas. Muchos errores y malas decisiones que jamás podríamos cambiar.

Siguieron yendo para hablar con nosotras. A veces nos llevaban frutas frescas o algún bollo de panadería que cocinaban ellas. Hacían lo que mi madre hacía: sonreían, escuchaban y nos daban la mano. Un día la Hermana Marta, cuando lloré con ella contándole de mi familia, me dijo que rezaría por mí si estaba yo de acuerdo. Pensé que nadie como yo merecía una oración y se lo dije. A lo que respondió que ellas y Dios sí me amaban. Fue solo una frase pero regresé a mi cuarto y rompí a llorar como no lo había hecho en meses.

Comenzó la lucha. El alma me dolía y me apretaba fuerte un nudo en la boca del estómago ¿Debía abrigar esperanzas de que algo bueno me podría aún pasar? No podía ilusionarme inútilmente, no aguantaría.

Una tarde la Hermana Marta me dijo que si quería me llevaría con ella. Me dio alegría y terror. ¿Y si la mataban? ¿Y si la policía nos detenía y nos llevaba presas? ¿Y si se vengaban con mi familia? ¿Alguien aparte de las Hermanas creería lo que me pasó? No tenía ni siquiera identificación y de salud no me encontraba bien. Mi aspecto tampoco era bueno, delgada, con ropa de prostituta, el cabello arruinado y el maquillaje excesivo para ocultar algunos golpes recibidos.

Durante algunas semanas las hermanas planearon cómo podría escaparme con ellas. Acordamos una tarde, Catalina se ocuparía de mantener al jefe ocupado para que yo saliera silenciosamente. A una cuadra del hotel las hermanas tenían aparcado el carro. Me llevaron hasta la comisaría, ellas hablaron por mí. Yo estaba aterrada, tenía miedo de decir algo que arruinara todo. Luego fuimos a la casa de las hermanas, donde había más personas. Una doctora me revisó y le dio a la Hermana Marta unas indicaciones, creo que de remedios. Otra hermana me condujo a una habitación, la cama tenía sábanas limpias y sobre ella había ropa de mi tamaño. Estuve más de dos horas en la ducha, quería lavarme el cuerpo y el alma, pero las manchas del alma no me las podía quitar aunque llorara. El miedo a que me encontraran no me abandonaba.

Me dormí en la cama sin probar bocado. Las hermanas me dejaron descansar todo lo que quise. Creo que desperté en la tarde del día siguiente a llegar. Una hermana jovencita aguardaba sentada en la puerta de mi cuarto con un libro en las manos. Me sonrió intentando con su mirada asegurarme que no había sido un sueño, que estaba en su casa a salvo. No pude hablar, solo la mire y la seguí hasta un comedor donde la Hermana Marta iba y venía disponiendo la mesa para la merienda.

Después de unas semanas mi salud se había recuperado notablemente, gané peso nuevamente. Me sentía más fuerte. De alguna manera las hermanas me habían conseguido mis identificaciones de nuevo. Yo no salía a la calle, me aterraba cuando sonaba el timbre y se habría la puerta. Cuando estuve mejor me invitaron a participar de los talleres que dictaban para otras mujeres, que igual que yo, habían sido rescatadas de hoteles. Aprendí unas cuantas cosas de utilidad, costura y panadería. Habían dado con el teléfono de mi madre, y me permitían hablarle cuantas veces yo quería.

Pero notaba que mi madre se encontraba peor de salud. Pedí a la Hermana Marta, con aflicción porque ya la había metido en muchas molestias por rescatarme, que por favor me ayudara a volver a mi casa. Y así fue como cuatro años y medio después de haberme ido cargada de ilusiones a trabajar al hotel, volví a mi hogar.

Ya pasaron diez años de ese día. No me casé con mi novio de juventud, pero sí con otro buen hombre que era cliente de la pequeña panadería que pude poner como negocio. Tuvimos dos hijos, con algunas dificultades en los embarazos porque mi salud nunca volvió a ser la misma, pero nacieron fuertes y sanos. Sigo visitando a las Hermanas, y en ocasiones en mi casa se alojan muchachas que, como yo, necesitaron de las Hermanas para tener una oportunidad. Con orgullo somos con mi marido un Hogar de Salida, de transición entre la casa de las Hermanas y la inserción en una nueva vida. Doy gracias a Dios, en el que aprendí a creer profundamente, porque todo lo vivido me ha convertido en la mujer fuerte y firme que soy, madre, emprendedora y que además puede sostener y acompañar a otras mujeres para salir de sus prisiones.

Adoratrices

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